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¿Cómo alguien puede oponerse a la educación sexual?

Tras la polémica surgida estos días por la entrega del libro “100 preguntas sobre sexualidad” aparece la pregunta ¿Por qué nos asusta la educación sexual, hablar abiertamente de sexualidad?

Por Jennifer Durán Villalón. Socióloga.
Magister(c) en sexualidad y afectividad.

La educación sexual no es un asunto de conservar o destruir ciertos valores, se trata en primer término de un asunto de salud pública, ya en 1926 se implementaron los primeros programas de educación sexual, seguidos en 1960 con la entrega de contenidos en sexualidad, principalmente para combatir la mortalidad materna. Segundo, la manera en que se ha ejecutado hasta ahora, refleja una forma de pensar la política pública, ya que los planes sólo han consistido en intervenciones aisladas y verticales, sin participación de la comunidad y sin considerar sus intereses al definir los contenidos. Tercero, la forma en la que se ha llevado a cabo también da cuenta de cómo se ejecutan tales políticas públicas. Recordemos que desde 1990 se han destinado recursos a programas de educación sexual, sin que las evaluaciones de estos sean de libre disposición y sin un seguimiento a sus resultados. Más allá del número de docentes o personal de salud capacitado, no hay información respecto a su impacto a mediano y largo plazo en la población infantil y juvenil, grupo donde hasta ahora no se ha logrado disminuir el embarazo ni las infecciones de transmisión sexual (ITS) incluido el VIH.

En un país con altos niveles de estereotipos de género presentes en la educación, la publicidad y el mundo laboral, donde el acoso callejero recién comienza a ser reconocido como una agresión, donde las denuncias de abuso sexual aún prescriben, donde las personas en situación de discapacidad siguen siendo vistas como asexuadas, por lo que no se toman medidas para su educación sexual y especialmente, para su protección frente al abuso. Donde muchos padres crecieron escuchando que el sexo era malo, sucio, peligroso, oyendo de sus propios padres y abuelos que “preferían en la familia un hijo ladrón que un hijo maricón” ( o un hijo con SIDA, que para la época era lo mismo) quienes tuvieron que aprender a usar condones por si mismos, porque sus padres y madres nunca los usaron. Ante este escenario, tanto para padres, profesionales de la salud como docentes, probablemente abrir la puerta a las preguntas de los jóvenes respecto a la sexualidad sea abrir su propia caja de Pandora, revelar las dudas e inseguridad frente a su vida sexual, el miedo al embarazo de los primeros encuentros o el dolor de un abuso no sanado.

¿Cómo pretender que en un país con altas tasas de insatisfacción sexual, de uso de páginas web y aplicaciones para concertar encuentros sexuales fuera de la pareja, que no tiene barrios rojos sino café con piernas, los adultos sean capaces de admitir libremente que sus niños y jóvenes pregunten sobre sexo? ¿Cómo esperar que, mientras femicidios y denuncias por pensión alimenticia aumentan en los tribunales, los jóvenes no se cuestionen los roles y valores sobre la sexualidad, el amor y la familia que declaran sus padres? ¿Cómo pedir a las familias que eduquen en sexualidad, si no cuentan con los conocimientos ni las herramientas? ¿Cómo pedir a los colegios que eduquen en sexualidad, sin una preparación y acompañamiento a los docentes? ¿Cómo pedir a los estudiantes atención, si sus inquietudes difieren dramáticamente con los contenidos entregados? ¿Cómo aspirar a un diálogo, si los jóvenes no quieren replicar los valores de sus padres y los padres niegan sus propias experiencias sexuales? ¿Cómo hacernos cargo de la sexualidad de otros, si no hemos sido capaces, como adultos, de afrontar nuestra propia sexualidad?

Chile desde los noventa ha contado con alrededor de seis programas o planes de educación sexual, todos ellos cuestionados a poco andar por entregar contenidos demasiado “explícitos”. Como si mágicamente, al no hablar de sexo, desapareciera el 14% de jóvenes con embarazo adolescente, los que inician su vida sexual a los 16 años o el, hasta ahora desconocido, porcentaje de menores con depresión e intentos de suicidio por no comprender qué les pasa, sintiéndose raros, solos, con temor a la reacción del entorno familiar y escolar ante su homosexualidad o transexualidad.

Desde el año 2010 contamos con la ley 20.418, que señala en su artículo 1º.- “Toda persona tiene derecho a recibir educación, información y orientación en materia de regulación de la fertilidad, en forma clara, comprensible, completa y, en su caso, confidencial. Dicha educación e información deberán entregarse por cualquier medio, de manera completa y sin sesgo (…) para decidir sobre los métodos de regulación de la fertilidad y, especialmente, para prevenir el embarazo adolescente, las infecciones de transmisión sexual, la violencia sexual y sus consecuencias”, lo que evidentemente no se está cumpliendo.
El año 2015 se publica, para América latina, el documento de evaluación de la declaración ministerial “Prevenir con educación”, donde Chile aparece cumpliendo sólo el 34% de los compromisos que declaró el año 2008 sobre educación sexual, siendo el país peor evaluado en latinoamerica. Del compromiso del Ministerio de Educación, de reducir en un 75% la brecha en el número de escuelas que no hayan institucionalizado la educación integral en sexualidad, obtienen la más baja calificación diez de los doce puntos comprometidos. Para la meta del Ministerio de Salud de reducir en 50% la brecha en adolescentes y jóvenes que actualmente carecen de cobertura para atender sus necesidades de salud sexual y reproductiva, la evaluación resulta más positiva, sin embargo presenta una baja valoración en el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos, el acceso a servicios de salud sexual, la inclusión de jóvenes y del conjunto de la sociedad civil para mejorar el diseño de las políticas públicas en esta materia.

Las experiencias internacionales destacan que contar con programas integrales, que brinden información sobre salud sexual y salud reproductiva dan lugar a un inicio más tardío de la actividad sexual y mayores conductas de autocuidado desde la primera relación sexual, ayudando a niñas y niños a protegerse de los embarazos no deseados, a defender sus derechos, a cuestionar modelos nocivos de masculinidad o feminidad, a protegerse a sí mismos y a sus parejas de las infecciones de transmisión sexual, a decidir tener relaciones sexuales cuando realmente lo deseen, en vez de ceder a las presiones de su pareja, su entorno o a estereotipos sobre el comportamiento sexual.

Considerando esto me pregunto ¿Cómo alguien puede oponerse a la educación sexual? a que los jóvenes reciban educación sexual, a que ojala todos, sin distinción de edad, puedan recibir educación sexual, compartir sus inquietudes, derribar sus mitos, confrontar sus miedos. Lo que como adultos debemos respondernos es ¿Hasta qué punto nuestro orgullo y nuestro miedo será mayor que el amor que tenemos por nuestros jóvenes? ¿Hasta qué punto preferiremos el silencio, no hacernos cargo de nuestros propios temores, de nuestra propia ignorancia, de nuestros propios errores?. Ya es hora de que, por nuestro bien y el de los que vendrán, dejemos de esconder la cabeza frente a las acciones e inquietudes de niños y jóvenes, que seamos honestos sobre nuestras acciones, actuales y pasadas, para finalmente dialogar, en un espacio donde el respeto a los derechos sexuales de todos sea nuestro norte